LA ESCRITURA DEL
DEMONIO
En mi casa vive el demonio.
Me echa negrura en la sopa,
negrura en los zapatos
y en los bolsillos negrura.
Es el que me tiene a pan y agua.
Me impone la tarea de escribir un libro con negrura
Y si no le obedezco
puede tomarme por las muñecas y arrojarme al
abismo.
Así he pasado años fingiendo escribir,
de tanto hacerlo por engaño
uno le va cogiendo amor a la negrura.
Sí, mi escritura obedece al diablo.
Los dedos se atornillan a las palabras
y de las palabras pasan cables que se conectan
al corazón y al cerebro.
Entonces el diablo da la orden
para que la negrura baje despacio
y riegue sus signos en la página.
Así funciona esto desde hace años
en un pacto entre caballeros.
Vivo con una orden en el corazón
y otra en la cabeza.
Algunas veces los cables se enredan
en su propia negrura.
Aquí el diablo ha alcanzado su estadio superior:
La escritura se vuelve un crimen,
brota el gas de las palabras
que podrían asfixiar a los hombres,
mi cabeza empieza a rotar sobre sí misma
como el planeta más loco,
señales de que la escritura debe terminar.
Pero de repente todo vuelve a ser conectado de
nuevo:
Sobre la mesa la página, los tornillos a los dedos,
los cables al corazón y al cerebro,
después girar hacia el oriente la máquina de
tortura
para que sobre lo blanco se derrame la negrura,
y todo para que el diablo viva feliz.
Nelson Romero
Guzmán
TIGRE
Homenaje al Pequeño Larousse Ilustrado.
Te contemplo en un Pequeño Larousse,
ilustrando una definición. La jaula del lenguaje no puede con el destello y el
rugido, salta a pedazos, desabarrotada. ¿Cómo detener en la definición la aguja
del lenguaje enloquecida en tu cerebro?, ¿cómo mancharon la hoja con tu estampa
al lado de lo que no puede definirse? Luego de definida, sigilosa huye la
palabra hacia la muerte, es como cerrar una puerta y huir, antes de que
resucite lo nombrado y te destroce. Quien te nombró debe estar encerrado en la
locura, estará destejiendo su propia jaula, golpeando desesperadamente, sin
ayuda, en la puerta de lo definido. El lenguaje es una caja negra, adentro
guarda unas orejas, un rugido, un manantial para verse, un sabor a muerte entre
la lengua, una jungla, un zarpazo en la carne, pero nada de esto es el tigre.
El tigre huye de la necesidad de definir. Las palabras tienen rabo para
amarrarse al árbol de lo que nombran, no debieran ser empujadas de la jungla
hasta la hacinada celda del diccionario, pero se les corta el rabo para que
quepan en la definición. Los forjadores de celdas hacen volar la paloma en el
cielo de un estrecho párrafo, ella tropieza su cuerpo contra los puntos
cardinales y al final muere desangrada por las aristas de la paloma, luego
ponen al lado la estampa del ave volando al infinito, para encubrir el crimen. El tigre, por sí
solo, se (encierra) en un (paréntesis), entre las aves se abriga para que pasen
por encima de su cuerpo los muros de la academia, los acentos mudos, la
gutural, la vibratoria que lo cercena y así las palabras no lo coronen
vanamente. A su cuerpo lo adjetivó el relámpago. De ahí la imposibilidad de ser
tomado por asalto. La palabra, transformada en serpiente, lo ha seguido hasta
el río donde él bebe la sangre del crepúsculo, para dejarse comer y luego
atravesarse en su garganta y decir: ¡lo nombré!, pero el tigre es sigiloso y el
instinto es el arma contra la trampa de la Palabra vestida de serpiente que no
puede inocularle su veneno. Misteriosamente, en ese instante, el tigre y la luz
son uno solo y la palabra queda en la orilla del río, tras la desaparición del
animal, buscándose a sí misma como la moneda arrojada al laberinto por los
falsos reyes, por el dios de la barbarie y los ídolos que pesan el mundo y lo
venden al mejor postor. El tigre, devorador de Aladino, conoce la noche y en
los tiempos de peligro una mitad de su cuerpo está en vigilia para cuidar la
otra mitad que duerme, pues la palabra –su enemiga sanguinaria– entra a la
selva a buscarlo. Ante la imposibilidad de atraparlo, regresa al diccionario
con amargura, sin la presa, para volver a ser la definición al lado de la
estampa en alguna página de ese desconsolado y Pequeño Larousse.
Nelson Romero
Guzmán. Ataco, Tolima (Colombia), 1962. Licenciado en Filosofía y Letras por la
Universidad Santo Tomás y Magíster en Literatura, Universidad Tecnológica de
Pereira en convenio con la Universidad del Tolima. Premio Nacional de Poesía
“Fernando Mejía Mejía” por su libro Rumbos (1992); xiv Premio Nacional de
Poesía por Concurso Universidad de Antioquia, por el libro Surgidos de la Luz
(2000); Premio Nacional de Poesía Instituto Distrital de Cultura y Turismo de
Bogotá por Obras de mampostería (2007); 56 Premio Internacional de Poesía Casa
de las Américas 2015, otorgado en la Habana a su libro Bajo el brillo de la
luna y Premio Nacional de Poesía Ministerio de Cultura de Colombia 2015 por su
libro Música lenta, editado en el 2014 por Arte es Colombia, Colección Letras.
Otros libros publicados: Días sonámbulos (Editorial Mundo Nuevo, Bogotá, 1988),
La quinta del sordo (Colección de Poesía Universidad Nacional de Colombia,
2006), Grafías del insecto (Colección de Poesía Universidad del Valle, 2005),
Apuntes para un cuaderno secreto (en coautoría con la mexicana Kenia Cano,
Biblioteca Libanense de Cultura, 2011), además de los ensayos El espacio
imaginario en la poesía de Carlos Obregón (Universidad Tecnológica de Pereira
en el 2012) y El porvenir incompleto, tres novelas históricas colombianas
(Biblioteca Libanense de Cultura, 2012). Es profesor de la Universidad del
Tolima, en el idead, y vinculado al grupo de investigación de Literatura del
Tolima.